El viento del mar subía por
sus piernas, en el malecón llegaba la noche, en ella, empezaba el erotismo
nocturno a acompañar esa brisa debajo de su falda. Al fondo los boleros, los
sones, las calles con su música, las historias que empezaban el rumbo del
amanecer. En las calles, las faldas cortas, las blusas con tirantes, las pieles
bronceadas por el calor de la sensualidad. La Habana preparaba un encuentro y
él no olvidaría.
Huyó de la cotidianidad de la
ciudad de montañas, del frío que a veces calaba en los huesos, en el alma. No
lo pensó dos veces, necesitaba escapar. En el avión, por la ventana, miraba los
paisajes llenos de verde, de azul, de diminutas formas, era imposible no pensar
en lo pequeños que podemos ser en un universo tan extenso. Por fin su nuevo
destino lo saludaba. El calor del caribe, la brisa del mar, la carretera rumbo
al hotel, el mar llegando a los faroles de esas calles, los autos viejos que llevaban
a una película de los setentas, las casas con sus fachadas antiguas, era la fascinación
de un extranjero. Al principio le fue difícil entender un poco el acento, para
él, hablaban muy rápido, pero se adaptó pronto.
Eran las 3:17 pm, cuando después
de una siesta y una buena ducha, salió a recorrer las calles. Era imposible no
sentir la vida en esas calles, las miradas, las pieles trigueñas, canelas, morenas,
se sentía la libertad y el alma sin ataduras. Después de varios años de asfixia,
de rutinas asesinas, así se sentía.
Escuchaba la música en las
calles, se respiraban melodías, boleros, sones, ritmo, las mujeres llevaban el
son en sus pieles, en sus caderas, en su sensualidad, en sus escotes, verlas,
era ver noches de erotismo, estaba perdido, fascinado.
La única rutina de la que no podía
escapar era la de tomar su café. Sentado, saboreando un café, seguía contemplando
el caribe por las calles viejas de La Habana en una tarde de Julio. Llegando al
hotel, cuando la noche estaba saludando las pieles suaves, cuando la luna
besaba los escotes para darles pasión, cuando la brisa de la tarde subía por
las faldas sueltas, apareció ella. Apareció al otro lado de la calle; en el malecón
caminaba como soplo de viento, como bolero de todos los tiempos, caminaba y
llevaba fuego en sus caderas, la sensualidad de sus piernas eran destino de
locura, la transparencia de su blusa invita un cuba libre en su piel. La deseó
con la sed del frío que ansía al sol, la quería en su piel como sábana de
medianoche mojada de sudor, de placer. En la habitación de su hotel no dejaba
de imaginarla, no había visto una mujer tan llena de vida.
Descansó un rato, después de
la cena, salió a buscar en esa noche, un entretenimiento, conocer, dejarse
llevar por una noche de fantasía.
Aquellas mesas con copas de
vino, de licor, de cuba libre, de cervezas, las sillas de madera, las luces, el
escenario, la atmósfera de encantación, las mujeres haciendo la noche, los
señores conquistando sueños eróticos de una noche, la cantante engalanando la
noche con un bolero, los acentos, el humo, las historias, las voces, y de
repente, ella de nuevo. Todo se detuvo otra vez. Él, en la barra, la miraba
como una actriz de novela, como madame de una obra literaria, como una diosa
del olimpo, pero ahí estaba y lo miró. En esa mirada sabía que se perdería.
Ella bailaba un bolero, en su
cuerpo la melodía tomaba forma de orgasmo, su cabello suelto lo invitaba, era
como si estuviera viendo un show solo para él. Ella se acercó a la barra y lo
saludó, sabía lo que deseaba de él, y lo tendría.
Bailando, lo llevó a su mundo,
sus manos a su nuca, le respiraba al oído, lo miraba a los ojos y se mordía los
labios, lo apretaba a su cintura, hacía que sintiera sus senos tropicales, se movía
como viento que mece las palmeras, estaba
jugando con su mente, lo quería enloquecer y lo hacía. Lo besó, pasó su lengua
por sus labios como quien saborea la miel hasta no dejar una sola gota por
besar, pegaba sus muslos a los de él, le llevó las manos a sus caderas, se dió
media vuelta, le llevó la mano a su cintura, meneaba sus caderas hasta sentir
su erección, ella, húmeda también no podía contenerse.
En esa habitación de hotel,
con la luz tenue de los faroles viejos, ella le quitaba la piel. Sentía su respiración
acelerar como turbina, escuchaba su vestido rozar con su piel, como resbalaba
como gota de roció, sus senos le invadían la boca, se metían como huracán buscando
la lengua, las manos en sus caderas sentían el desborde de lujuria. Lo tiró a
la cama, bailaba un son para él, se sentó en su cara y bailó, gemía como ritmo de
un bongó tocado por la noche, con sus caderas le asfixiaba, él bebía un cuba
libre en medio de sus piernas. Encima, ella, se movía como tormenta tropical,
alzaba sus brazos, dejaba su cabello tapar su cara, llevaba las manos de él a
sus senos, con sus muslos lo apretaba fuerte, gritaba, se recostaba en su
pecho, lo mordía, lo rasguñaba, le arrancaba la piel con su sexo. Húmeda, como
isla rodeada de mar, lo llevó a meterse en lo más profundo de su cuerpo. Ella tembló
encima de él, dejó que sus ojos se retorcieran al igual que su cintura, derramó
en él toda el agua de mil tormentas de sexo y lujuria. Él, terminó en ella como
volcán que llevaba conteniéndose por años del frío. Podía quedarse a vivir en
esa piel de éxtasis, amanecer y morir todas las noches en medio de sus piernas,
de sus senos, de sus labios, lengua, cabello, de su todo.
¿Cuál es la mejor despedida para
uno de los mejores orgasmos de toda la vida? uno más, y otro, pero tarde que temprano
el viaje terminaría.
Ella se quedaría con su piel,
ella que era fuego, tormenta, mar. Él, regresaría a sus montañas, a seguir
tomando café en tardes de lluvia y melancolía. En su piel llevaba tatuada La
Habana, esa que le dejó una nueva piel, la que jamás se podría quitar, así se
amaneciera en otras pieles.
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