A mi hijo: no dejes
de soñar nunca.
Cantaba, navegaba, reía,
cruzaba mares, continentes, ríos. A veces sola, otras acompañada. Llegaba a
playas de ensueño. Conoció sirenas, tiburones, ballenas, peces payaso, medusas,
delfines. Era conocida en todas las comarcas del mar.
Desde pequeña siempre quiso ir
más allá; en las noches claras, en la inmensidad del agua, miraba las estrellas
y siempre imaginó que ese era otro mar, que estaba encima suyo, en el cielo. Soñaba
algún día poder ir.
Navegó y navegó muchos años de
su vida, pero una noche, cansada, no quería navegar más, se quedó inmóvil, se dejó
llevar por la corriente.
Cuando despertó estaba en una
isla muy lejana, sintió en su interior que algo se removió. De repente le
volvieron las ganas de navegar, de reír, de cantar, de vivir. Una tortuga
pequeña le dijo “Hola”, tenía una mancha en su caparazón igual a la de ella.
Supo entonces que era su hijo.
Lo llevó por los mares, los ríos,
las playas, los continentes, le enseñó la vida, a cantar, a reír, le presentó a
los tiburones, las mantarrayas, a todos los animales del mar.
Pero ya, a los 150 años, era
hora de partir. Llevó a su hijo a una isla que nadie conocía, le guió, y allí le
habló de la vida. Le dejó sus secretos, sus fracasos, sus éxitos. Le dijo que
siempre lo acompañaría, cuando tuviera miedo, ansiedad, siempre, que solo tenía
que mirar al cielo, a las estrellas, desde allá lo cuidaría.
Cuando su hijo dormía, escribió
en la arena “no dejes de soñar nunca” y poco a poco se fue elevando, voló por
encima de los océanos hasta llegar al cielo, al universo. Esa noche cumplió su
sueño de navegar entre las estrellas;
su
mar ahora, sería su hijo.
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#Relatos
Escrito: Alexander Moreno
Ilustración: Edwin Giraldo