Capítulo
II
No
me sueltes, me estoy desangrando, aún te amo, voy a morir… así desperté aquella
mañana a las 3:17 am, con esas imágenes como si fueran reales, agitado, en
sudor y sintiendo la mirada fija del perro negro en medio de la oscuridad de la
habitación. Me dije: solo fue un sueño ¿la mirada del perro negro también?
Sabía
que su respiración no me dejaría, su presencia negra me acompañaría en adelante.
Ese sería mi karma y el del perro negro también. Volví a dormir.
Desperté
de nuevo con la cabeza a punto de estallar. Después de los eventos anteriores,
tenía que aprender a convivir con esa presencia. Tres cafés seguidos fueron
necesarios para empezar el día aquella mañana. Con mi camisa negra, como de
costumbre, salí a enfrentar un día que sería una prueba más de la vida. La
tranquilidad aparente de la mañana y tarde, solo serían un engaño, o un
respiro. Al llegar la noche, una serie
de eventos casi surreales, marcarían mis pasos, mi alma y hasta mi piel.
En
una esquina un poco sombría, llena del ruido de los autos, de bares con música aturdidora
mezclada con el humo de los cigarrillos, allí, me reuní con una amiga, Claudia.
Conversábamos mientras esperábamos a otra amiga más. Iríamos a compartir una
noche de licor, a apartarnos de la cotidianidad de la vida que rondaba por esos
días. Mientras los ojos claros de Claudia me miraban y de sus labios salían las
palabras para contarme de su vida, presentí algo extraño. Un viento llegó de costado,
un zumbido en mi oído derecho, un eco en mi mente indescriptible, de repente
fue como si todo quedara en silencio, aun habiendo alrededor todo el ruido de
los autos, la música, el humo.
Un
auto a gran velocidad venía con las luces altas. Tomó el carril contrario para
adelantar, al incorporarse de nuevo a su carril perdió el control, justo antes
de llegar a la esquina no pudo frenar y se fue encima del andén atropellando a
las personas que se encontraban en ese momento ahí. Dos personas salieron por
el aire volando por el impacto, otras dos quedaron al lado del auto, dos más
debajo. El auto chocó contra el poste que se encontraba en la esquina. En medio
de esa escena, surreal, sangrienta, en mi mente aún el zumbido y en cámara
lenta vi toda la escena. El poste, del impacto, se vino hacia nosotros, en una
fracción de segundo alcancé a tomar a Claudia por el brazo y corrimos un par de
metros. Justo en ese momento me pareció ver una sombra que salió del auto, una
sombra negra de un perro. Mi mente perturbada no se explicaba cómo había ocurrido
todo eso. Hacía un par de minutos que habíamos cambiado de esquina, sino fuera
por eso, seriamos nosotros los que estaríamos quizás sin vida. Llamamos a emergencias,
temblorosos, agitados. Nos tomó varios minutos poder volver a tener un poco de
calma. Llegó nuestra otra amiga y marchamos de aquel sitio, perturbados,
necesitábamos un trago.
En
medio de la cerveza y el whisky, contábamos la historia de lo sucedido, de una u
otra forma era para sacar esa ansiedad del impacto producido por el evento. En
medio del rock and roll, la conversación y las voces en aquel sitio, la mente
no encontraba lugar tranquilo. Todo lo sucedido perturbaba, el licor no hizo
efecto. Llegada la madrugada llevé a Claudia a su casa, después de haber dejado
a la otra amiga también en la suya.
Caminé
un par de calles para tomar el taxi de regreso. En una esquina, de repente, vi
dos personas, hombres. Uno se apartó, caminó por la calle y el otro caminó
hacia mí. Supe en ese momento que me querían robar, así que empecé a correr lo
más rápido posible. Aún tenía el desasosiego de la escena del auto. Al llegar a
la esquina, escuché un disparo. Mi corazón se aceleró por completo. Vi, al lado
mío, en el suelo, unas chispas, la bala se estrelló contra el piso a tan solo
un par de centímetros de mí. Corrí aún más rápido y al llegar a la otra
esquina, me estaba esperando el otro sujeto que un par de calles atrás se había
apartado, con un cuchillo en la mano y una botella de licor en la otra. Alcancé
a esquivarlo, me tiró la botella que se estrelló en mi frente. La adrenalina
del momento no me dejó sentir dolor alguno del golpe del vidrio. Iba pasando un
taxi, lo detuve e inmediatamente me subí. Alcance a mirar para atrás, vi a los
dos hombres, atrás de ellos una sombra de nuevo.
El
conductor me observó y me dijo que tenía la cara llena de sangre. Pasé mi mano
por la frente, quedó llena de sangre, mi camisa, el pantalón igual, pero no me
había fijado. Me limpie el rostro con un pañuelo, que muy amable el conductor
me prestó.
Quedé
por unos minutos exhorto en pensamientos de pesadumbre. Cómo era posible que en
una sola noche hubieran pasado tantas cosas. Estar a unos minutos y segundos de
la muerte, al lado de ella. Llegamos por fin a casa.
Respiré,
me quité la ropa, me duché. En el piso mojado se confundía el agua con el rojo
de mi sangre. Miraba como por el sifón
se iba, como en remolino, aquel día, aquella noche. Pero todo lo sucedido, en
mi mente se repetía una y otra vez. Timbró el teléfono, al contestar, nadie
habló, un sonido como de lluvia al fondo era lo único que se escuchaba. Me
asomé a la ventana, la calle totalmente oscura, sin ruido, pero era como si
sintiera que alguien me miraba, me acechaba.
Recostado
en mi cama, tratando de dormir, escuché en la calle el sonido de las llantas de
un auto al frenar, inmediatamente todo volvió a quedar en silencio y de repente
se escucharon las pisadas como de un perro en el asfalto, cada vez las escuchaba
más cerca.
¿Sería
el perro negro?
Me
levanté, fui a la ventana, al correr la cortina, vi unos ojos grises y oscuros
que me hicieron temblar, me hicieron retroceder. El tiempo se detuvo, la
realidad e irrealidad eran una sola. Algo en mi me decía que no tuviera miedo,
pero después de esa noche ¿Cómo no sentir miedo?
Volví
a la ventana, pero ya no vi nada. Busqué en la cocina algo de beber. Había
media botella de whisky, la tomé y bebí enseguida de un solo trago. Me senté a
esperar al perro negro, puse música de Wagner presintiendo un encuentro
devastador.
A
la mañana siguiente, no supe cómo terminé en mi cama, no lo recuerdo. Me
levanté, fui al baño y al verme en el espejo, supe, que en mi frente ya tenía
una huella, una herida que cicatrizaría. Al mismo tiempo me recordaba esa
herida, ese espejo, que me estaba jugando la vida, la muerte y el alma con el
perro negro.
Sonó
el teléfono, justo cuando estaba preparando mi primer café. Al contestar, una
voz llorando me dijo que había muerto Carlos, era su esposa; me dijo que estaba
tomando licor la noche anterior con unos amigos. Se marchó en un auto que le
prestaron, condujo así, borracho y que al llegar a una esquina perdió el
control del auto, se chocó contra un poste, había atropellado a unas personas,
también les produjo la muerte. Y él, Carlos, perdió la vida del impacto de su
cabeza frente al vidrio delantero del auto.
Me
senté despavorido en la cama. No pude contener las lágrimas e inmediatamente
entré en shock. Carlos fue el compañero con el que nos perdimos aquella vez en
que nos encontramos al perro negro por primera vez, junto con aquel extraño
campesino. Además, de ser el mismo evento del que había salido ileso la noche
anterior.
Me
tomó varios minutos intentar comprender y poder volver en mí.
Al
llegar en la noche a la funeraria, justo antes de entrar a la sala donde estaba
el cuerpo sin vida de Carlos, vi una sombra salir de allí. Era el perro negro,
me miró fijamente y se marchó.
Ilustración: Edwin Giraldo
Escrito: Alexander Moreno
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