La noche llegaba con el calor
asfixiante, los ventiladores en las casas, llenaban de suaves sonidos la
atmósfera de aquel pueblo caribeño, muy al fondo sonaba la canción “Tu
fantasma” de Silvio Rodríguez. Descalzo, caminaba entre las habitaciones
buscando ropa, la maleta, aquella carta que había escrito minutos antes y mi
botella de whisky, no recordaba dónde la había dejado. En mi mente recreaba
cada palabra escrita y preparaba el viaje para ir a buscarla una vez más.
Meses antes, recordaba, la
tenía en mis brazos. En aquellas noches de calor, nos quitábamos la ropa y
hacíamos el amor hasta quedar dormidos desnudos. No salía de mi mente esa
imagen de ella, con su ropa interior de encaje negro, otras veces blanco, con sus
labios seductores, con sus senos de encantación, sus grandes caderas de fuego,
su cabello largo negro, no podía dejar de pensar en como se desnudaba para mi
mientras bailaba al son de un bolero, como me hacía el amor sin mañanas, sin
ataduras, sin prohibiciones, con todas las perversiones posibles. No salía de
mi mente su caminar sensual, como cruzaba sus piernas frente a mí para llevarme
a la locura, como con sus minifaldas me descontrolaban, al igual que sus
caricias, su voz, su todo.
Ella, viajaba frecuentemente,
era una mujer libre, a veces desde la selva, otras desde el mar, desde la
montaña y desde las ciudades. Yo, no podía vivir tantos días sin ella, por lo
cual siempre salía a buscarla, a hacerla mi hoy. Eso, a ella le perturbaba un
poco, no estaba acostumbrada a tanta compañía, aún sabiendo, que me decía que
me quería.
Salía a buscarla, no importaba
dónde se encontrara, allá la buscaba. Le escribía cartas a medianoche, a esa
hora, era mi yo más real, sin máscaras, lo que quedaba en esas hojas y líneas
era lo más leal al sentir y a la verdad.
Esa noche de octubre, escribí
mi última carta de medianoche, pero no lo sabía aún. Llevaba ya más de dos meses
sin saber de ella, sabía que estaría en la selva, en un proyecto nuevo, incomunicada
por la cobertura de señal del sitio, además, estaban construyendo una carretera
nueva, no tendría acceso si iba a visitarla. Sentía como si fuera ayer que estábamos
haciendo el amor, si hubiera sabido que esa iba a ser la última vez, le hubiera
hecho sentir muchos más orgasmos de despedida. En la medianoche ya, tomé una
hoja en blanco, empecé a escribirle sobre la falta que me hacía, que la
distancia me daba a comprender que era el amor de mi vida, la necesitaba a mi
lado y me necesitaba al lado de ella, no tenía mucho sentido tanta perturbación
en mi mente por no estar con ella. Decidí, al terminar de escribir la carta, ir
a llevársela personalmente, a buscarla, a hacerle el amor, la vida, el hoy, el
siempre. Era muy impulsivo, no sabía si eso era bueno o malo. Llamé para que me
recogieran y me iría a buscarla.
De pronto, llegó corriendo un
niño y antes de partir me entregó una carta. Al abrir la carta, sentí de
inmediato que el mundo se derrumbó a mis pies. Las palabras que derritieron mi
tiempo fueron: fuiste muy especial para mí, pero cada uno debe continuar su
viaje, en un mes me caso, creo que conocí por fin al amor de mi vida, ahora
vivo en Medellín y te deseo una buena vida. Posdata: escribí esta carta a la
medianoche, así como te gusta escribirlas a ti. Adjunto tarjeta de invitación a
mi matrimonio, por si deseas venir. Sin rencores.
Cogí la carta, la rompí y la
tiré a la calle. Maldita vida de mierda.
Saqué un cigarrillo, lo
encendí, destapé mi botella de whisky, me llevé un trago a la garganta y fue
inevitable no llorar. Una vez más el amor me ganaba.
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