Tomó mi mano,
me llevó por un camino oscuro. Era como caminar por un bosque, árboles gigantes
a los lados, el sonido de un río al fondo. Ella, desnuda, me llevaba a su
antojo por aquel camino. Sus caderas de fuego me dejaban sin aliento, su
espalda desnuda llevaba por la ensoñación del cuerpo deseoso de sudor. Sus
dedos tomaban los míos con la suavidad de la seda, sus senos jugaban con mis
labios y lengua. Su cuello era la fantasía de los colmillos de sangre, sus
largas piernas apuraban mis pasos y aceleraban mi corazón. Me tiró
en la orilla del camino, puso sus piernas en mi pecho, con sus manos llevó mi
cabeza a su entrepierna, me empujó sin vergüenza a su templo.
Mi lengua
recorría su sexo sin dejar una sola sensación para después. Ella, me devoraba,
clavaba sus uñas en mi espalda, mordía mis labios, gemía mi nombre, me dejaba
sin piel.
Me tomaba de
la mano y me seguía llevando por ese camino, en donde solo la desnudez de ella
era la que iluminaba.
Llegamos a
una casa roja en medio de unos árboles, al lado un gran lago y adentro de la
casa una fogata. Su piel, a la luz del fuego, era como contemplar el
surrealismo, mágica existencia. Suave, delicada, su cabello largo, su acento de
cielo. Me tomó de nuevo y me hizo suyo, dejó en mis labios, en mi cuerpo todo
su sabor, su picante, su cuerpo de lujuria, su sonrisa y su perversión.
Me seguía
tomando de su mano y yo me dejaba llevar a donde ella lo deseara, era su
esclavo, mi cuerpo era ella, mi existencia, su deseo. Ella, mi empíreo, no
existía sin ella.
No pude con exactitud ver
su rostro, pero sentí como nunca a aquella mujer que me hizo el amor como
diosa.
Desperté, y
en mí, sus marcas.
Ahora, cada
abril, me deja ver su rostro. Y yo, busco ese camino, aunque me
pierda.
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