Todo estaba en el silencio más
perturbador, la oscuridad reinaba, las sombras eran las dueñas de la vida. En
el reloj, las 3:17 am. Como una gota cayendo en el concreto, su pensamiento
aturdía, en silencio, casi imperceptible,
pero en su cabeza, retumbaba como bomba nuclear, arrasando con cada neurona.
Taladraba en el cráneo la asfixia del hoy. Por las calles, cada gota de
contaminación hacían de su vida total hastío de ganas de vivir. Solo veía lodo
en vez de flores, hipocresía en vez de gratitud, solo máscaras llenas de
puñales que se clavaban por la espalda. Aprendió a cuidarse de cada sombra,
hasta de la suya. Llevaba solo una noche en aquel hotel, su paso por La Habana,
lo dejó con unas huellas en su piel, el erotismo lo llevó a la locura total, no
tuvo más remedio que asesinar a aquella mujer que lo embriagó con su piel de
mar, con sus caderas de ron y de boleros. Huyo a La Habana, después de colocar
un carro bomba en Oslo. A veces, lo hacía por trabajo, otras, por placer. Se
ocultaría algunos días, en aquella habitación oscura, de mala muerte, mientras
pasaba la búsqueda de aquel asesino.
Salió, la noche después de su
llegada, a un bar, a una cuadra de aquel hotel. En la barra, tomaba whisky,
mientras sonaba blues de fondo. La atmósfera roja lo estaba enloqueciendo más,
el humo, el ruido, las personas con sus voces de tambor de guerra. Él solo
quería calma, pero todo lo llevaba al desenfreno. De repente, la vio, usaba
minifalda negra, tacones rojos, un escote profundo alucinaba sexo de locura,
sus labios rojos, su nariz respingada, su mirada coqueta, era la perdición. No
desesperó, esperó en la barra, como quien sabe que cazara a su presa. Pasada la
medianoche, ella fue al baño, él, la siguió. En la entrada la miró a los ojos,
con la mirada que solo los asesinos saben hacer, miró sus labios, su escote. Le
dijo al oído: su locura invita un whisky, ella, sonrió. El licor en la cabeza,
lo estaba llevando ya al desbordar la ira que lo acompañaba desde la primera
vez que asesinó. Aquel día le temblaba todo, el miedo lo consumía, pero,
después de matar, sintió un éxtasis que le dio calma a su alma errante, fue
como un orgasmo, se liberó y desde ese día, solo eso le da placer.
En aquella habitación oscura,
le quitó la ropa con locura, regó media botella de whisky encima de su piel,
bebió de el en sus senos, en su cintura, en sus muslos, en medio de sus
piernas. Ella, rasguñaba su espalda dejando las marcas de su pasión. Pero al
momento de llegar, él, perdió el control de su mente, y esa misma voz interna
se apodero de su todo. Ella derramó su locura por completo, ahí, él, tomó el
puñal de la mesita de noche y empezó a clavarlo en su cintura, mientras los
gritos de desespero aumentaban su libido, más rápido lo clavó en el cuello, en
sus senos, hasta que quedó todo en silencio y manchado de sangre por todos
lados. Su cara, llena de rojo, lo hacía libre de nuevo, pasó su lengua por sus
labios y saboreó aquella sangre aún tibia. Llegó el amanecer y él, despertó al
lado de aquella mujer, de la cual, no sabía ni su nombre. Se duchó, se colocó
su ropa negra, y marchó a un nuevo destino. Aquella habitación oscura guardaba
un cadáver de una rubia fatal. Seis días después descubrirían el cadáver, el
olor, delató esa escena macabra, y él, el asesino, ya llevaba seis asesinatos
más, esta vez, en la ciudad de las flores.
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