Saliendo de aquella sala, ella
lo observó, él no pudo escapar a su mirada, que con algo de timidez, le volvió
a ocultar. Su cabello dorado, su vestido negro, le insinuaban un café, una
conversación. No dudo en saludarla, al escuchar su acento, sintió una fuerza
interna que lo impulsó a invitarla. Ella lo llevó por la calle Corrientes. En
un café, empezó a llevarlo por la ruta de la noche. Mientras ella le contaba de
la historia de la ciudad, para él era imposible no ver la transparencia de su
blusa, la sensualidad de sus piernas debajo de la falda de ese vestido negro. Percibía
una mujer de fuego detrás de ese atisbo de timidez. No paraba de mirarla a los
labios y entendió que ella no le era indiferente cuando empezó a acariciar su
cabello dorado mientras hablaba.
Pocas veces tiene un destino
el encuentro casual que desborda las bajas pasiones. No le interesó preguntar
si era o no casada, sus compromisos, él sabía que debía partir temprano y a
ella no le incomodó eso. Salieron del café, la tomó por la cintura y la besó,
no lo resistió, ella se dejó llevar. En la habitación del hotel, casi tan
pronto entraron, la besó de nuevo, la llevó contra la pared, llevó su mano a su
entrepierna levantado la falda del vestido, empezó a quitarle la blusa, llevó
sus manos a sus caderas con frenesí. El encaje negro, toda su transparencia de
locura, lo convirtió en esclavo de ella. Le quitó la ropa interior con la boca,
con su lengua llegó a su templó, la saboreó con pasión, con lentitud, quería sentirla
temblar, sentir su río de pasión encima. Entre gemidos incontrolables la hizo
suya, ella lo hizo su extranjero. Ella dejó las marcas del deseo en su espalda,
rasguños de placer en una noche cómplice, en la habitación 317, en la
habitación del pecado del sur.
Cuando él despertó, en la
cama, había una nota con la ropa íntima de encaje de ella: Adiós extranjero, si
decidís volver, ya sabés donde buscarme.
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