miércoles, 30 de octubre de 2019

Ella, lo hizo Quetzal, y centro de su universo

A Maliani


El sol de mediodía sofocaba, cada paso, más difícil de dar. En medio de aquel desierto, después de pasar por ese pueblo fantasma, Real de Catorce, caminaba con presencias extrañas a su espalda. Salió de la vieja iglesia, se sentía observado, pero al mirar a su alrededor, nadie. Llevaba ya varias estaciones deambulando sin rumbo, caminado sin norte, sin brújula, sin motivos, incluso, sentía que ya ni memoria tenía. Los recuerdos de infancia, los de adolescencia, todos se habían esfumado, ya ni recordaba su rostro, su nombre, su última sonrisa, el último beso. Sus viejos zapatos eran los únicos testigos del camino andado. En su rostro, las cicatrices del tiempo, del polvo, del árido vivir. Aquel sol de desierto, lo llevaba por piedras que parecían señales, respiraba lento, sin ganas e intentaba ver más allá de los dos pasos siguientes. Vio, de pronto, un rostro blanco, como de calavera, que lo miraba, como una catrina. Pensó, era una alucinación por el calor, el desierto y la deshidratación. Al intentar buscarla, ya no la encontró. Se tiró en la tierra, no soportaba ya esa locura. Débil, se quedó dormido.
Una mano lo tomó, lo elevó por aquel desierto llevándolo al cerro del quemado, encima de unos cuernos azules. Allá, el abuelo del fuego, lo puso de cabeza en el centro del universo. Veía, en el suelo, una planta sagrada que tomaba forma de mujer, y unas piedras en forma de espiral, abrían un agujero negro que absorbía todo. Fue soltado por la mano que lo sujetaba y empezó a caer y a caer por ese agujero sombrío, pero no caía a ningún lugar. En las paredes de ese agujero, vio difuminadas, siluetas de personas, y los rostros derretidos le mostraban esas caras que había distinguido en su vida.
Sintió una lanza, con punta de fuego, que penetró en su pecho mientras seguía cayendo… en ese preciso instante despertó, acelerado, con el corazón a punto de estallar.
De nuevo, nadie a su alrededor. Empezó otra vez a caminar, y en medio del paisaje, vio entre naranja, rojo y amarillo,  un verde, muy a lo lejos, dudó si sería de nuevo una alucinación. Sacó fuerzas de donde no tenía hasta casi llegar a ese verde. Justo antes de llegar, un viento, fresco, con olor a menta, le atrapó. Al respirar, fue como si una nueva energía lo absorbiera y le llenara de vida. En medio del desierto más áspero, metido, bajo del nivel del mar, un jardín de todos los verdes, lleno de aguas cristalinas, de cascadas, del sonido de todos los pájaros, con el viento de primavera, con la presencia de todos los ancestros del sol, de la luna, de los astros, del universo. Fue inevitable que no bebiera en la primera fuente que encontró. Se agachó, metió sus manos al agua, sintió en sus dedos la corriente de la selva, bebió hasta saciar su sed, se lavó el rostro y al verse reflejado en el agua, sintió un escalofrío en el alma. No se reconocía, ¿De quién era ese rostro? Atónito, se echó sobre la hierba a reflexionar un rato y a tratar de recordarse. Fue en vano, su memoria ya no existía, solo vestigios de una vida de caminos, de pasos, de piedras y sin rumbos. De repente, aquel olor a menta, llegó de nuevo e inundó su aire. Entre los arboles llenos de vida, algo se movía. Un rayo de sol iluminó un rostro, una presencia de mujer salió de entre el verde de aquel jardín surrealista y empezó a caminar hacia él. La selva era ella, la vida, el sol, la luna, las alas, el plumaje de todas las aves. Como una alucinación más, tomó su mano y lo llevó al manantial de su boca. Lo besó, en un beso que le devolvió la memoria, el hoy, le quitó las cicatrices y los pasos cansados. Lo llevó a uno de los pequeños lagos de aquel jardín, le quitó la ropa, lo desnudó por completo, lo hizo uno solo con aquella locura de verde. Ella, Quetzalli, le hizo el amor como nunca lo había sentido. Con cada caricia, el viento le llegaba adentro, con cada pedazo de su piel, el universo estaba en su manos, en su frenesí de deseo. Aquella diosa, lo hizo inmortal, donde la humedad de su vientre se compenetró con el manantial de ese oasis en medio del desierto. Fue otra vez hombre, sueños y mucho más que solo carne. Ella, le enterró sus uñas en la espalda de placer, corrió la corriente del éxtasis por sus partes, y de aquellos rasguños, empezaron a salir unas alas llenas de los colores del universo. Supo entonces que su nueva memoria era la piel de ella, aquella alucinación fue la realidad del fuego, del agua, del aire y de la tierra, ahora en su interior. Quetzalli lo convirtió en mucho más que un hombre nuevo, lo convirtió en Quetzal. Y desde aquella vez, su norte es un jardín con olor a menta, su rumbo, la brújula que siempre señala la piel oculta en el agua del manantial, aguas de entrega que en cada vuelo llevan de nuevo a su diosa. En un jardín, en medio del desierto, encontró el centro de su universo.

#Relatos #Cuentos

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